La concordia. Carta a un joven idealista

24.05.2012 14:00

 

La concordia

 

Herminia Gisbert

El mundo de Sophia nº 21.

Carta a un joven idealista


       Es curioso observar cómo en cualquier intervención de uno de nuestros políticos o  pensadores actuales, abundan ciertas palabras como concordia, solidaridad, tolerancia, acuerdo, globalización, adhesión, etc., que basta con mirar a nuestro alrededor para tristemente comprobar que tan sólo son «palabras de moda», pues la realidad actual de nuestro momento histórico es otra muy diferente: hambre de muchos, en vergonzosa  contraposición del bienestar de pocos; injusticias bajo todas las banderas y colores;  insolidaridad, fanatismo, racismos y odios ancestrales; conflictos armados o sin armar,  guerrillas, masacres, «limpiezas étnicas», terrorismo, crueldad, violencia... y un largo etcétera de todo tipo de males que, como los cuatro siniestros Jinetes del Apocalipsis, cabalgan sin cesar a lo largo y ancho de nuestro pequeño planeta.

     Lo más triste es que estas hermosas palabras, que constituyen la firma de oro para asegurar de antemano el éxito de cualquier discurso, nos ponen sobre aviso de una verdad oculta, un problema sin resolver, una amarga certeza camuflada tras las máscaras de las apariencias y que nos alerta sobre una penosa realidad: «dime de qué presumes y te diré de qué careces»... Pues de la misma manera que sólo el esclavo reclama y grita libertad, puesto que su alma la ansía desesperadamente, sólo el que no tiene paz dentro o fuera de su corazón, habla de concordia; o el que está desamparado y solo, habla de solidaridad; o el que se siente  marginado, criticado o excluido, habla de tolerancia...

     Sin embargo, si uno quiere quedar bien ante todos, ya sea ante las multitudes en un discurso, o en la intimidad de un grupo de allegados, sólo tiene que unir hábilmente varias de estas «mágicas palabras» para quedar como un rey, más allá de que tan sólo sean un hermoso sueño muy fácil de nombrar, pero tremendamente difícil de realizar. Y es que todo aquello que le haga al hombre salir de sí mismo y abrir su entorno para entregarlo, compartirlo o armonizarlo con los demás, cuesta mucho de vivir...

     No obstante, hoy quería que hablásemos de uno de estos temas, y no precisamente para «quedar como un reina», sino para que una vez más, reflexionásemos juntos sobre algo tan esencial para la vida de los hombres y de los pueblos, como es la Concordia. Esa misteriosa Dama coronada de flores perfumadas, rodeada de blancas palomas y que porta amorosamente sobre su regazo un haz de varas firmemente unidas... A sus pies, el cuerno de la abundancia derrama sobre los mortales, amados de los Dioses, toda clase de dones.

   En la Antigüedad, Concordia era la Diosa que armonizaba los corazones de los hombres bajo su manto protector, y en su honor los hombres de aquellos tiempos, levantaron los más hermosos templos y compusieron las más sublimes odas. Todavía hoy rememoramos a la antigua Diosa, cuando en las últimas Olimpiadas, corales de los cinco continentes con hombres de todos los pueblos y razas del mundo, cantaban al unísono el Himno a la Alegría de la Novena Sinfonía de Beethoven, mientras los demás espectadores nos hacíamos eco de ese canto de esperanza, dejando correr las lágrimas por nuestras mejillas, mientras en silencio clamábamos al cielo por una gota del preciado don de la Concordia, aquella que une corazones, que armoniza a los contrarios, que enriquece a los desiguales y que hermana a los hombres bajo el lazo del Amor.

  Pero ¡qué fácil resulta poner en bonitas palabras estos pensamientos y qué difícil  resulta llevarlos  a la realidad de nuestra vida  cotidiana!Qué alegremente hablamos hoy en día de la Concordia, simplificándola

 

 

hasta el punto de creer que Concordia no es más que «estar a gusto  con un grupo de amiguetes» o  «pasárselo bien en una reunión familiar» o «llevarse bien con los colegas». Creo sinceramente, que la Concordia es algo más grande y profundo que una simple relación de superficie que nos hace ser «simpáticos y agradables» con aquellos que nos son «simpáticos y agradables»; es mucho más que ese barniz educado que nos da un aire refinado y elegante en cualquier círculo social; es mucho más que ese «encanto» natural que tienen algunas personas para generar alegría a su alrededor y mucho más, también, que ese «algo» fortuito y pasajero que hace que alguna vez, en algún lugar, con algunas personas, estemos «en concordia».

     Es curioso observar cómo la ciencia de la Psicología actual y la Ciencia del Alma de la Antigüedad se dan la mano, cuando una nos dice en forma de máxima sapiencial: «Quien no es capaz de vivir en armonía consigo mismo, es incapaz de hacerlo con los demás»; y la otra nos habla de que la clave de la felicidad está en desarrollar en primer lugar la Inteligencia Intrapersonal (comunicación con uno mismo) para luego hacerlo con la Interpersonal (comunicación con los demás).

    Lo cierto es que en nuestro interior hay un «micro-cosmos», un pequeño universo compuesto de distintas partes: una que piensa, otra que siente, otra que procesa y asimila la energía vital y otra que ejecuta la acción. Un conjunto de fuerzas que interactúan en nosotros (muchas veces en auténtica contradicción) y que es necesario que el director de ese pequeño estado, la Conciencia superior, las armonice y las haga «con-cordar», haciendo de todas ellas una verdadera unidad, un organismo vivo en donde cada parte realice su labor, colaborando con el todo para la consecución de un bien común.

 

    Si queremos que el hombre interior no se deshaga en desquiciantes luchas interiores, en esfuerzos inútiles y contrapuestos, en marchas y contramarchas que boicotean sus propios sueños... ha de llegar a un acuerdo consigo mismo: pensar, sentir y actuar en una misma dirección, y así poder decir con verdadera altura lo que decía un viejo filósofo: «Jamás seré un obstáculo para mí mismo».

    Y una vez decididos y puestos en marcha a trabajar en esa dirección, hacerlo al mismo tiempo con la conquista y adquisición de toda una serie de cualidades superiores que están vinculadas a nuestra capacidad de relacionarnos, comunicarnos y armonizarnos con los demás, y que son imprescindibles para alcanzar la tan ansiada Concordia.

   Si te parece, como arquitectos de nuestro propio destino, seleccionaremos cuidadosamente los materiales que emplearemos en la construcción de nuestro hermoso sueño: en primer lugar, elegiremos la Empatía, la capacidad de ponernos en el lugar del otro, y así, desde su punto de vista, podremos entender sus motivaciones y comprenderle realmente. Sin una profunda comprensión de los demás, es imposible la Concordia, pues cuando surjan las desavenencias, diferencias y desigualdades, que sin duda aparecerán, puesto que aunque en esencia todos somos iguales, en presencia somos todos diferentes (diferentes gustos, distintas opiniones, diversos objetivos, variados pre-juicios, otros valores...); sólo la capacidad de entender los porqués del otro, nos permitirán «realmente» respetarle. En segundo lugar, nos esforzaremos en desarrollar tal vez la más hermosa de las cualidades del hombre superior: la Generosidad.

 

      Sin un cierto grado de abnegación para sacrificar algunos intereses personales en beneficio de la unión del conjunto, es imposible la Concordia. «Alguien tiene que ceder» y sólo los grandes de Espíritu son capaces de dar el primer paso... y el segundo si es necesario.

     En tercer lugar, educiremos el espíritu de solidaridad que todos llevamos dentro, por encima del espíritu de competitividad con el que prácticamente todos los nacidos en un sistema consumista hemos sido educados. Como dijo un pensador: «El espíritu de competitividad opone los intereses particulares y excita los egoísmos; pone el interés general y el bien común en segundo plano, crea clases sociales, hace oposición, suscita luchas sociales y guerras». Mientras que el espíritu de solidaridad alude a algo sólido (el solidus era una moneda romana de oro sólido); consolidado pacientemente a través del esfuerzo y del tiempo; soldado fuertemente con diversos elementos, que dejan de ser distintos y separados, para convertirse en una unidad conjunta, homogénea y coherente; solidario entre los diferentes, para poder trabajar en colaboración y armonía, trascendiendo el beneficio particular en pro de la felicidad del conjunto... como hace el cuerpo humano, que gracias a la cooperación armónica de sus distintos sistemas orgánicos, sostiene la salud... como hace una orquesta sinfónica, armonizando los variados instrumentos para poder hacer música... como es capaz de hacer el Uni-verso, integrando la diversidad en la unidad, en un mismo plan de evolución global...

     Y por último, seleccionaremos una cualidad esencial que es síntesis de todo lo anterior: «hacer que siempre predomine en nuestras relaciones con los demás, lo que nos une por encima de lo que nos separa».

     Si bien, muchas son las diferencias materiales y formales que nos separan, son muchas más las cualidades espirituales que nos unen. De nosotros depende basar nuestra «con-cordancia», en elementos materiales, superficiales, cambiantes, disgregadores, corrompibles y que duran un día... o en levantar un hermoso templo a la Concordia con cimientos tan sólidos y nobles como las eternas cualidades del Alma, aquellas que son fruto del esfuerzo perseverante de un Alma madura y que son las únicas, que no sólo nos otorgan la Victoria, sino que nos hacen Invencibles.

     De cualquier manera, no olvides nunca que todo esfuerzo destinado a unir a los hombres corazón con corazón, vale la pena, pues siempre hay algo que nos une con los demás, aunque tan sólo sea el hecho de estar en el mismo barco de esta gran travesía a la que llamamos Vida.

     De nosotros depende hacer de las diferencias humanas un rico abanico de posibilidades que engrandezcan a la Humanidad en conjunto.

 

 

 

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